Todos, sin excepción, vamos cargándonos a lo largo de la vida de prejuicios y etiquetas que nos facilitan la clasificación de todo aquello que no cabe en nuestras cabezas; algunos, conscientes de ello, intentan combatir la enfermedad y se dedican a observar, conversar, estudiar y preguntar; sin pretender juzgar el pasado con los ojos de hoy, abiertos a la posibilidad de no estar en posesión de la verdad absoluta, e incluso, los más osados, dispuestos a admitir que albergan contradicciones. Otros, muchos, demasiados, prefieren aferrarse a lo conocido, a las “ideas” propias, buscando incesantemente refuerzo a sus planteamientos, jaleando a todo/s aquello/s que les permita autoafirmarse, teniendo siempre a mano precintos de emergencia con los que poder sellar a cal y canto su zona de confort.
Los prejuicios son tan humanos como la ignorancia que los alimenta. Configuran una enfermedad crónica que afecta a todas las áreas de nuestra vida. No hay cura, solo tratamiento constante, asumiendo desde la humildad nuestra tara y la de quienes nos rodean.
Por eso, desde la inocencia, quisiera achacar a la indigencia intelectual y no a la miseria moral la respuesta policial al grito de auxilio de cientos de miles de refugiados. Me gustaría creer que es la ignorancia y no la falta de principios la que lleva a algunos a mirar hacia otra parte cuando la desesperación llama a las puertas de Europa pidiendo auxilio. Preferiría aceptar que es la incapacidad y no el exceso de cálculo el que lleva a la parálisis institucional y a la falta de respuesta ante el drama.
Como digo, quisiera creer, pero no puedo. Enfermo como estoy, no puedo desprenderme de algunos prejuicios y etiquetas; y estoy convencido de que hay quienes solo ven en las muertes munición para sumas y restas, que son muchos los que asocian la palabra conciencia a carcajada y que el dontancredismo, el cinismo y la hipocresía son hoy ascensores en las telarañas del Sistema. Que somos así de egoístas e insensibles y que nuestros representantes nos tienen calados.
Ya no vale con esperar que sean “otros” quienes respondan (aunque debieran), es nuestra responsabilidad hacer algo por los Refugiados. Repito, hacer: dar, ofrecer, colaborar, influir. Algo, lo que sea, lo que sepamos o podamos para intentar paliar el drama de quienes han quedado atrapados entre dos fuegos enemigos. Y después de hacer, quejémonos y filosofemos entre papeles de fumar sobre la conveniencia o no de usar “fotos duras”, pero antes hagamos. Ya, o acabaremos teniendo que buscar refugio huyendo de nosotros mismos.
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